jueves, 21 de abril de 2011

LA CATORCE

Treinta y cuatro años hacía que despertaba de aquel sueño. En realidad ni sueño ni despertar, eran recuerdos susceptibles de mi infancia. Como supuse al inicio de los primeros diez años de la existencia, el mundo era un canto y entre sus quehaceres estaba el ir a la escuela, probar alimentos y estar con papá y mamá, además de los hermanos, saber de la existencia de familiares tíos y primos; y así que todo era bien, la vida era un plan magnífico. Elegí ser bombero por entonces.

Vivir en el barrio de La Catorce, en la Agrícola Oriental fue un punto de referencia durante muchos años, no sólo porque había echado a andar mi infancia, sino porque ahí se iniciaba, todo lo que soy ahora, lo que he dejado de hacer y probable lo que haré en un momento dado.

Jamás había conocido la muerte, hasta que a mi padre le llegó su hora. Una hora bastante intolerante por todo lo que trajo consigo. Espanto, preocupación, movilización, espera, drama y al fin llanto, abrazos, rezos, agua, sal, flores y más rezos y amistades y gente y gente, no sé de dónde tanta gente. Ya después todo fue ausencia, olvido y recuerdo.

La Catorce dio más. Desde ahí me enfrente a mi primer libro y su mundo en ese entonces imaginario, quizá no debió de ser la mejor puerta para iniciar la lectura, no lo sé. Escuché en la radio a los Beatles y la quinta de Bethoveen. La televisión era escasa, incluso compartida con los vecinos. Recuerdo que el teatro era fundamental en las Kermesse que organizaban los jóvenes adolescentes, tomando la calle, haciéndola un foro abierto. Se daban las fiestas patrias sin el oficialismo; acontecían entre canto y esperanza, entre canto y comida, entre canto y algarabía recitales. Uno apenas entre los diez años, podía decir un diálogo apenas lúcido y trastabillante pero, seguro sí, de que algo sucedía en aquel barrio, calle cerrada y de poca luz y aunque contaba con todos los servicios urbanos, todo fluía bien. Recuerdo que esa idea o estilo de vida, mi padre la eligió de entre varias opciones que le recomendaban los tíos cercanos, haciéndole creer que irse a una colonia nueva y todas sus incomodidades, resultaría en la adquisición de un terreno y fincarse allí con miras a un futuro mejor. No obstante mi padre optó por la paga de renta y así continuar con otro estilo de vida.

Un acercamiento real al arte lo viví a través de la pintura de Nahum B. Zenil y el neomexicanismo que entendí muchos años después. Por él, visité varias galerías de arte, presencié exposiciones de pintura en la Zona Rosa y Polanco.

Al par, empezaba a descubrir el teatro popular y la música de barrio. Pulquerías y sus departamentos de uniformados y mujeres, de panaderías y peluquerías, de bicicletas en renta.

De salir a la calle y cada día llegar más lejos del día anterior hasta irse lejos algún día y no regresar jamás al barrio, por lo menos durante mucho tiempo, traducidos casi en treinta y cuatro años.

Durante la infancia acontecían cosas que no entendía y que viviría por segunda ocasión pero, ya con molestia y con cierto pesar en la adolescencia. Descubrí por ejemplo, la noche y sus rincones o túneles secretos que eran creados como mundos distantes contra el aburrimiento, la nostalgia y el miedo. Explorar era una pasión desmedida no sólo porque habitaban infinidad de aventuras, sino porque eso tejía día con día parte de mi forma de ser, irremediablemente mi forma de conducirme entre la vida real e imaginaria.

RECUERDO LA CASA CONTIGUA Y LA RENDIJA, CASI PERFECTA, QUE EL BAÑO NOS DABA PARA OBSERVAR ESCUALIDAMENTE LOS SENOS DE LA SEÑORA LUCIA, MIENTRAS ESTA SE BAÑABA. MIRAR Y CASI PALPAR UNA SENSUALIDAD QUE LA FIESTA DEL AGUA Y ESA LARGA CABELLERA NEGRA HACIAN. ELLO ME TRAJO UN DESPERTAR DE ALGO, NO SOLO REGOCIJO Y SECRETOS.


La azotea, fue un verdadero espacio de reposo en donde convergían, muchas cosas viejas o inservibles, un silencio y tranquilidad y sobre todo una realidad o cara diferente a lo que sucedía en plena luz del día. Desde ahí sucedían actos o estallidos eróticos que la infancia arrojó. Recuerdo la casa contigua y la rendija, casi perfecta, que el baño nos daba para observar escuálidamente los senos de la señora Lucía, mientras ésta se bañaba. Mirar y casi palpar una sensualidad que la fiesta del agua y esa larga cabellera negra hacían. Ello me trajo un despertar de algo, no sólo regocijo y secretos.

EN ESA HABITACION CREO HABER DESCUBIERTO A DOS FANTASMAS MUJERES, CASO DISCUTIBLE PARA MUCHOS, PORQUE HAY QUIENES PIENSAN QUE LOS FANTASMAS NO TIENEN UN GENERO DEFINIDO.


El mundo era sórdido desde ahí ante los secretos que uno formaba y aunque era tarea del diario anochecer revivirlos, esos secretos se desvanecían a pesar de todo.
La vecindad constaba de cuatro viviendas, separadas por un largo y estrecho pasillo que contenía las escaleras para acceder a la azotea. Nosotros vivíamos en la parte de atrás, seguro sería el número cuatro. La vivienda eran dos cuartos separados entre la cocina y el baño. En el primero, convivíamos seis de los hermanos para dormir y, en el día, este se transformaba en sala y comedor. El segundo, contenía a mis padres y tres de mis cuatro hermanas, la otra vivía con una tía, hermana de mi madre. En esa habitación creo haber descubierto a dos fantasmas mujeres, caso discutible para muchos, porque hay quienes piensan que los fantasmas no tienen un género definido. Recuerdo que eran tristes y escuálidas, bajitas y con cara de niña. Sábanas blancas no permitían observar su cara, no así su cabello largo y lacio, enmarañado. Una era más bajita que la otra y eso sí, les miré en distintas ocasiones los canutillos de sus piernas y tobillos. Nunca podían salir de esa habitación y sólo las veía a través de los cristales de la puerta, si avanzaba en su dirección, desaparecían de inmediato. Mi familia no lo sabía pero, no dormía a altas horas de la noche y me dirigía para mirarlas y cosa rara, nunca me dieron miedo. Creo que eran fantasmas buenos e inocentes. Jamás supe porque estaban ahí o cuál era su pretensión, lo único cierto es que no inspiraban miedo o terror por aquellos días. Y aunque la vida entretejía millones de tramas, imágenes e ideas, muchos años después me enteré de que dos de mis hermanas Concha y Meche, casi mueren por una infección tifoidea. En ocasiones creo que esos fantasmas eran ellas bajo el borde de mis ojos, seguramente tristes. Ya después todo fue sepultado con la muerte de mi padre.
Ese evento del paso de la muerte, dio origen a una nueva forma de vida. Por un lado, desterró a mi madre por completo de la vida de pareja y apareció la soledad y angustia como fieles compañeros de combate y peleas, porque la lucha por sus hijos empezaba de una forma genuina y estoica y que de forma invicta nos llevó a cada quien a su esquina ante la vida.

Desde ese parte de la vida, ya no podía entender la vida sin amenazas. Se destapó una serie de eventos lastimosos y no necesariamente era sentirse dolorido por la muerte de mi padre, no era una queja o grito de inconformidad, más bien era algo extraño, dimensional, que bifurcaba entre la vida de cada instante y un largo cúmulo de escasos diez años. Ahora tenía entre mis manos, entre mis hombros que si bien no eran escuálidos, si empezaban a cargar una sombra semejante a la noche o algo equivalente a la creación de mi primer fantasma ante la vida que a partir de ese momento dolía, ya que nunca volví a ser el mismo, sólo en recuerdos a veces logro serlo.