miércoles, 22 de octubre de 2008

Infiernillo

Aquella tarde como todas ellas de verano, el tránsito vehicular estimado de treinta y nueve minutos, al paso de cada vehículo, se volvieron un eterno aburrimiento mientras esperaba la llegada de alguien que le invitara a cambiar el curso de su vida, o por lo menos a proseguir con el encargo. Con celular en mano, observaba ninguna mínima señal, por lo tanto imposible una llamada en aquel rincón sin cobertura. Eran las 11 treinta y seis de la mañana y esperaba al colectivo.

Sabía que estaba en la tercera instrucción y habría que ser paciente. A la llegada del colectivo, conducido por un viejo de unos sesenta años, el cual vestía pantalón de mezclilla y camisa a cuadros, tipo pueblerino, además de una gorra de los Dodgers, éste, le dio la instrucción de sentarse en la parte trasera, con lo cual estuvo de acuerdo y, al tanto, observaba que hacía una llamada, mientras su celular continuaba sin señal.

El recorrido de cuarenta minutos, fue suficiente para llegar al final del molesto viaje. Empezaba a desconcertarse mientras bajaba de aquel transporte de mierda. Mientras daba las gracias, cosa que el viejo ignoró, miró sorprendido que se abría la señal al celular y entonces suspiró y sonrió leve, ya que todo marchaba conforme a la quinta instrucción. Ignoró también la respuesta del viejo y realizó algunos movimientos corporales de satisfacción.

La franja que dividía a su vida con la otra parte de la carretera, eran lo mismo, no había nada. Eternamente, esas líneas difusas, otrora blancas, se perdían como aquel desolado pueblo, por el cual el aire acalorado le hacía echar rienda suelta e imaginar vagamente que Infiernillo, era un buen nombre para dicho lugar, aunque en realidad todavía no llegaba. Le faltaba caminar.

Afirmar que no había nada del otro lado de la carretera, era mucho, porque en verdad, no había nada: tierra amarillenta, ramas secas y pequeños matorrales sin importancia alguna, además de uno que otro animalillo que pasaba rápido atravesando la carretera como si el pavimento les quemara las patas.

¡Ahsss, ahsss! -repetía de forma incesante- por no acordarse del nombre de aquella criatura de dos patas; sólo recordaba al mentado Coyote y el letrero ACME, que con todo y dinamita no podía atrapar a ese horrible animalillo. ¡Ahss! y taconeaba el suelo con unas botas color negro, por no recordar al polluelo infeliz.

¡Eso es, eso es! ¡Correcaminos! ¡Correcaminos! Exclamó segundos después.

Infiernillo, era un lugar semidesértico, que le empezaba a causar enojo, una vez bajado de aquel transporte que le hacía sobarse las nalgas, de tanto rebote por lo maltrecho de la carretera. Aunque era dibujado el trayecto por dónde continuar, jamás pensó llegar hasta ese lugar, a no ser porque cumplía con un favor que le daría tranquilidad por lo menos durante un año más, en aquel antro “La Norteña” del distrito federal.

A esas alturas de su vida, es decir, en pleno siglo XXI, el estanquillo de vivencias habían sido tales, que se arrepentía de unas cosas, más no de su estilo de vida. Al fin y al cabo, hacía lo que se permitía, hasta donde creía y le rebotaba la cabeza. A los dieciocho, ya su nombre era Grace, aunque los malditos le decían Altagracia y sus amigas, Gracita.

Mezclilla. Botas al tobillo. Playera roja con escote. Gorra rosa. Mochila a la espalda. Bolso en mano. Cabello entintado, decolorado, con un matiz violáceo. Arete en el lóbulo izquierdo, aunque en realidad se quitó el derecho, para mostrarse machín, pero en realidad, fue una mala imagen. Una lonja prominente aparecía, mientras avanzaba lentamente y de forma ceremoniosa por su andar, en aquella región del norte del país, desconocida por Grace, Altagracia o Gracita.

Era claro, que el fastidio calaba ya y no necesariamente por el peso de unos quince ó veinte kilogramos de los paquetes contenidos y forrados en papel periódico, era porque sentía mella al querer destaparlos, aunque claro está, la advertencia fue:

¡No te pases de pendeja Altagracia, ni se te ocurra!

El sudor y el ansia por el contenido, le intrigaban cada metro y momento que avanzaba. Por dilatada que fuera la espera y la caminata, temía por su vida pues, aquel favorcito, se lo debía a la Cobra, amante de cada jueves nocturno, en aquel apostillado lugar de la Guerrero.

Instrucciones. Vete en camión hasta San Luis Potosí. Toma un taxi que te lleve hasta el entronque a la federal. Un colectivo te esperará y te dejará a un kilómetro de la salida o entrada a Infiernillo. Llegará la señal al Cel. Tendrás que caminar alrededor de un kilómetro, hasta una vieja choza. Te marcarán al Cel. La clave: Atila. Entregarás el paquete.

Puedes esperar en la choza que el mismo camino andado de un Km. te llevará. Espera a que regresen por tí a media noche.

No lleves tacones. No te vistas con tus puterías de Altagracia y aparenta ser hombrecito.

Posdata. Después te vistes como quieras, te dejo ropa en unas cajas de cartón.

Vibró el celular. Al momento sintió un odio y al contestar en forma de reclamo, le increparon:

¡Déjate de pendejadas mamacita y déjame el paquete afuera!

Mamacita tu pinche madre, cabrón. Ni siquiera llego a esa chingadera de pueblo y ya estás jodiendo…

¡Dónde estás!

Treinta minutos de caminata, le habían exasperado y volcado en semejante polvareda, que incrementó aun más, por la llegada de una camioneta negra, doble tracción, fordcita y llantas grandes. Grace envuelta en una nube densa de polvo, ya rojizo, ya amarillento, no se contuvo y se lanzó contra el viento dando manotazos que de forma ridícula y sin tino, provocó risa con carcajadas en los tripulantes de dicha camioneta.

Quitándose la maleta como podía, se deshizo de ella cayéndose, al tiempo que la arrojaba como podía. Una vez con los paquetes en mano, éstos le acariciaron la cabeza en señal de burla y provocación, que en respuesta Grace, sólo alcanzó por instinto y coraje, a replicar:

¡La clave putitos, la clave hijos de la chingada!

Al momento que lloraba entre polvo y lágrimas, ya hechas barro en su rostro.

¡Hijo de la chingada! Eres más puto que yo. Ojalá te pudras en este infiernillo. Ojalá nunca te hubiera conocido y hecho el favor de venir hasta está mierda de pueblo. ¡Qué pendeja fui, qué pendeja fui!

En llanto y sin aliento alguno, se dejó caer bajo el tejaban que cubría de sombras intermitentes pues, el sol rayaba la techumbre de aquella desmoronada cabaña, una vez llegado el destino de las doce cuarenta y seis aproximadamente.